Ganó el Valencia y ganó bien. Ganó
sin intimidación del público, ni al Madrid ni al árbitro. Ganó sin brusquedades
ni reiteración de faltas. Ganó sin Ayala. Ganó incluso sin Aimar a partir del
minuto veinte, cuando tuvo que marcharse por lesión. Ganó porque metió mucho más
vigor en el partido y porque jugó bien. De maravilla al principio, con Aimar,
que dio un curso acelerado. Y muy bien después, hasta el final. Con mando, con
solidaridad, con buena ocupación del terreno, con seguridad en las fuerzas
propias y en las del compañero. Como se juega bien al fútbol.
Ganó porque hizo lo suyo y al
tiempo desactivó todos los circuitos del Madrid. Un Madrid inanimado, falto de
vigor, superado en cada balón dividido, descolocado, partido por el eje por la
fuerza de ese otro eje que forman Albelda y Baraja. Un Madrid en evidente estado
de resaca. ¿De sus triunfos recientes o del cumpleaños de Ronaldo? ¿De las dos
cosas a un tiempo? Eso es lo que tendrá que deslindar Queiroz, que esta semana
ha asistido en directo a todos los vicios que se le achacaban al Madrid de Del
Bosque, pero muy acrecentados. Le han contratado para resolverlos.
Porque tan fabulosos futbolistas no
pueden pasar un partido completo sin crear una sola ocasión de gol, ni aunque lo
que tengan enfrente sea un grupo tan fuerte, poderoso y bien organizado como es
el Valencia. El Madrid tiene derecho a perder en Mestalla. Cualquier equipo
puede perder allí. Pero ninguno puede dejarse ajusticiar sin rebeldía, como hizo
anoche el Madrid. Andando se puede dar la vuelta al mundo, pero no se puede
ganar un partido de fútbol. Se necesitan unos mínimos de actitud y de aptitud
física que se alcanzan con dificultad cuando no hay trabajo y descanso previos.