La superioridad, la calma chicha, la sublimación de la pachorra, el pachorrismo, esa forma de ajustar el nivel de esfuerzo hasta el mínimo posible, casi hasta la ofensa, porque nosotros moriríamos, arrasaríamos, nos quitaríamos los traumas a goles, nosotros. Pensamos que en el Camp Nou sería distinto, pero estábamos equivocados. El listón de las proezas y de la pasión, el del ansia, está más alto, seguramente en los cruces de la Champions y sólo allí porque ese es el camino para llegar a la final, el único punto donde toda la gloria se concentra en un partido, sin segundas oportunidades.

Y tal vez sea una reacción inconsciente, ni usted ni yo corremos a por el pan si podemos llegar andando, y quizá alguien nos vea desde una ventana y para ese extraño ser nuestro viaje a por el pan lo sea todo y por eso espere de nosotros un sprint, o al menos un esfuerzo, siquiera un codazo al vecino. Pero nosotros nada, a veces hasta nos cierran la panadería. Es algo así.

A los 15 minutos el Madrid ya había identificado el partido: era fácil. Así que comenzó a dosifi carse, a hacer ronditos, con esa forma de tocar que más que tocar es tocarse. Y si el partido resultaba tan fácil era porque el Barcelona había asumido su condición de equipo inferior, de vaca en el matadero, resignado a esconderse y a hacer faltas, único apartado en el que salió ganador: 10-1 a los 25 minutos. Mucho de lo que sucedía, casi todo, era responsabilidad de Rijkaard que, en un ataque de cobardía crónica, había dejado en el banquillo a Saviola y jugaba con Kluivert y Luis García como delanteros, dos futbolistas que necesitan de un goleador como el comer. Tampoco debería extrañarnos este planteamiento: el Barça le ha regalado un aster de entrenador al primer holandés que pasaba ppr allí.

Bastaba la inercia del partido para que el Madrid fuera acorralando a su enemigo, sin excesivo ahínco, como si los rondos se estiraran hasta la portería rival más por casualidad que por mala leche. El Barça sólo había asustado en un tiro de falta directa ejecutado por Xavi y despejado por Casillas, primera gran parada.

Corría el minuto 36 cuando Zidane lanzó un pase larguísimo, casi horizontal, hasta Beckham, que controló en el centro del campo. El inglés levantó el periscopio y divisó a Zidane en la otra punta, 40 metros o mil. Hasta allí llegó el balón, un caracoleo del francés y la pelota suavecita a Roberto Carlos, que venía en carrera y enchufó un zurdazo raso, con surco. El misil se encontró con algo, una pierna, un topo, un trébol de cuatro hojas, y despistó al portero. Gol.

Transformación. Rijkaard debió verse perdido en el descanso o quizá llegó al capítulo 'Los extremos: utilidad y uso'. El caso es que dio entrada a Quaresma y Overmars y el partido cambió completamente. Pese a todo, Raúl dispuso de una ocasión clarísima en el minuto 53 a pase con la izquierda de Beckham. Pero la mandó alta, porque Raúl está desaparecido y alguien debería salir a buscarle.

Ronaldo logró el segundo tanto en una contra y el Madrid ya se relajó por completo, al borde del daiquiri. Pero el Barcelona había decidido morir en el intento. Consecuencia de ese acoso llegó el gol de Kluivert. Faltaban ocho minutos.

Sin embargo, en los peores momentos del Madrid, siempre surge la misma figura: Casillas. Este equipo galáctico es tan absolutamente exhibicionista que no puede evitar enseñarlo todo, hasta el portero. Y tiene uno enorme, probablemente el mejor del mundo. Fueron hasta cuatro paradas asombrosas, dos de ellas a bocajarro, la última a quemarropa, con Gerard chocando en su pecho y su bota en la cabeza. Fue un paseo por el precipicio, difícilmente soportable si no fuera porque gané la porra.

El Madrid acabó con una racha de 20 años, pero tuvo en su mano acabar con una afrenta que dura 29: el 0-5 logrado por el Barça de Cruyff en el Bernabéu en 1974. Sin embargo ese esfuerzo hubiera sido excesivo, bestial: como ir a por el pan y comprar también el periódico.