Puedo haberme vuelto loco, esto no lo discuto,
de hecho tengo graves problemas para distinguir los símbolos que diferencian
los servicios de hombres y mujeres, cuando son modernos, digo, de diseño, no
es desviación (creo), y dudo si seré el angelote con el arpa o el que tiene
la trompeta, segundos de gran emoción hasta que te descubres, sin
virtuosismos, trompetista. Puedo haberme vuelto loco, insisto, pero hay una
extraña dignidad en la derrota del Madrid, un cierto sabor a gloria, a honor,
a viejo romanticismo, y entiendo que por eso el público aplaudió al fi nal
del partido, porque si el equipo perdió fue sólo porque a falta de media
hora se quedó sin aire, muerto, como el ciclista que calculó mal las fuerzas
y se extinguió a cien metros de la meta, nada le puedes reprochar a ese tipo,
un valiente, le amas, todos llevamos un seguidor del Atlético dentro.Tal
vez, el aficionado del Madrid, tan acostumbrado a ganar (de cualquier modo,
a veces), purga con gusto un oculto sentimiento de culpabilidad cada vez que
pierde sin merecerlo. Para ello es necesario haberse dejado la piel y el
alma, haber tenido mil ocasiones que se fueron al limbo por obra del
infortunio o del acierto de un rival. Entonces, sólo entonces, el madridista
puro, no se indigna y no echa la culpa a los jugadores que no sienten la
camiseta, ni tampoco al entrenador al que le tocó el puesto en una bolsa de
magdalenas. En ese momento se culpa a la suerte, pero de refi lón, sin
hablar muy alto porque se la considera una buena amante, en fi n, otro año
será, te prometo que no estoy enfadado, estoy bien.
Es curioso, porque jugó el Madrid como le juegan a él, con rabia y pasión,
con un inhabitual compromiso colectivo, en cierto modo asumiendo un punto de
inferioridad que se confirmaba cuando el Barça tocaba la pelota, imperial,
exquisito, justo como deben ver sus enemigos al Madrid, con el mismo respeto,
con el mismo temor. Hubo a mi alrededor quien renegó de esa forma de jugar
al fútbol, de la del Madrid, por considerarla una traición a su estilo, como
si el desmayo fuera un estilo, como si colgarse de la cuerda del talento lo
fuera.
Yo, en cambio, creo que fue admirable esa salida frenética del Madrid
porque era la única forma de quitarle la palabra al Barcelona. En ocasiones
aquello degeneraba en un fútbol atolondrado, cierto, pero ya dijo Picasso o
Beethoven, alguien así, que conviene que las musas te pillen trabajando, por
eso era fácil suponer que cuando al Madrid se le ocurriera algo sería defi
nitivo, letal. Pero la vida es como es y puedes ser golfo toda tu existencia
que te mueres el día que vas a misa o que bebes leche o que haces footing y
siempre hay quien asegura que ese fue tu error.
Las embestidas. El primer vendaval del Madrid duró un cuarto de
hora. Luego dominó el Barcelona durante diez minutos que parecieron dos
meses, tiempo en el que Ronaldinho chutó un balón que salió escupiendo fuego
y que Casillas rechazó con infinitos problemas. Después retomó el mando el
Madrid, conducido por un Cambiasso excelente, magnífico en el robo del
balón, optimista como hace un año, cualquier comparación con los canteranos
que han pasado por allí debería ruborizar a alguien.
Los golpes que se daban unos y otros eran hasta ese momento tiros de
lejos, también el de Zidane que abrió el asedio, un disparo desde la frontal
que no atrapó Valdés y que dejó el balón en los pies de Raúl, que remató a
placer, pero despejó el portero de forma milagrosa, doblemente milagrosa,
por su mérito, indudable, y por el desacierto en un jugador como Raúl, tan
ausente que sólo nos queda recurrir a soluciones extremas, el exorcismo o la
ouija. No acabó ahí la cosa. Ese mismo balón intrépido quedó muerto en el
camino de Roberto Carlos, que llegaba a la carrera y que fusiló con saña.
Tampoco entró. Esta vez fue Puyol quien evitó que entrara y para ello puso
la cara, como lo leen. Y no murió.
El córner que siguió lo remató Figo (otra vez inconmensurable) y la
pelota rozó el palo. Y sin apenas respiro, Beckham lanzó una falta que
despejó de puños Valdés y que se transformó en una cadena de ocasiones
clarísimas, un remate al larguero y un cabezazo de Figo que sacó el propio
Valdés cuando parecía dentro, hasta hubo quien imaginó que el balón había
superado la raya. No hacía falta ser un sabio para murmurar que quien
perdona así acaba pagando la cuenta.
Muchos de los problemas del Barça en esa primera parte estaban provocados
por la posición que ocupaba Ronaldinho, atado a la banda izquierda, sin
participación en el juego, y por la falta de contundencia de Saviola, al que
le sucede como a Raúl, que es un gran segundo delantero, pero que no tiene
recursos como para convertirse en la única referencia ofensiva.
En la segunda mitad apenas cambió el tono, el Madrid apelando a la
heroica y el Barça confi ado en su fútbol. En ese ambiente marcó Solari del
único modo que parecía posible abrir el marcador: un balón rebotado que sale
picado y que se esconde del portero en una nube de defensores: 1-0.
Justo después ocurrió algo tan importante como la expulsión de Figo, que
tardaría poco en llegar. Rijkaard sustituyó a Saviola y Overmars por
Kluivert y Luis Enrique: dinamita moderada pero dinamita y un guerrero,
acabado, pero guerrero. Kluivert empató a los cuatro minutos: gran pase de
Cocu a Van Bronckhorst y buen pase de este a la cabeza de su compatriota:
1-1.
Jugada impecable que no lo hubiera sido si el Madrid hubiera entrenado
alguna vez esta temporada la salida de la defensa al grito de ¡fuera! (y
esto es muy viejo).
El cansancio. No tardamos en darnos cuenta de que ya no quedaba
nada del Madrid porque no quedaba nada de fuerza, si acaso las arrancadas de
Figo, reserva espiritual de un equipo que agonizaba. Pero ni eso le quedó al
fi nal. El portugués vio la segunda amarilla por un plantillazo a Puyol,
decisión justa. El problema fue la primera cartulina, recibida por unas
absurdas protestas al juez de línea.
Faltaban 20 minutos y el Madrid estaba completamente groggy. También su
entrenador, que no hizo más que mandar calentar a Guti, Borja y Mejía,
alucina vecina. Portillo, en el banquillo. Y es en ese momento cuando un
técnico tiene que decidir si quiere ganar el partido o, si es cobardón, no
perderlo, pero tiene que decidir algo, y la situación empujaba porque Zidane,
Raúl y Solari estaban exhaustos. Tras unos minutos, Guti sustituyó a Zidane
y el público encajó el cambio que no cambiaba nada con evidentes protestas.
Mejor no extendernos sobre cómo cayó la entrada del bueno de Núñez en el
lugar de Solari.
Al no modifi carse nada, el Madrid se encaminó directo al infi erno.
Contribuyó mucho que Ronaldinho ya jugara donde debía hacerlo, es decir,
donde le daba la real gana. Y a cinco minutos del fi nal, llegó el gol de la
sentencia. El genio brasileño levantó el balón haciendo la cuchara y
enviando una vaselina perfecta a Xavi, que se colaba por la retaguardia del
Madrid y que con un toque superó la salida de Casillas. Bravo, cuya posición
rompía el fuera de juego, fue incapaz de sacar el balón y debió hacerlo,
aunque fuera con las manos, no se puede aceptar el espadazo dócilmente.
Si hubo algo más después de eso fueron contragolpes del Barcelona, uno
magnífi co de Ronaldinho que rozó el poste y uno espantoso de Motta que
acabó ni se sabe.
Como fue una digna derrota del Madrid fue al tiempo una gran victoria del
Barcelona, lograda sin una argucia, a pecho descubierto, fiel a su estilo,
con indiscutible elegancia. Es muy probable que el Barça se liberara ayer
del complejo que le causaba el Real Madrid desde hace casi una década. Por
eso hubo aficionados en Canaletas.
No se puede excusar el Madrid en la expulsión de Figo, ni en el árbitro,
porque el cansancio final lo inundó todo y convirtió en anécdota lo
anterior. Fue un gran choque, tan grande, que hubiera sido una vulgaridad el
empate, no pueden terminar en igualada los desafíos a muerte y este lo era,
porque indica el inicio de un proyecto y el final de otro. Todo muy bonito,
aunque aún hay Liga para quitarnos la razón.