Quizá merecíamos una final mejor, quizá el
Barça merecía un triunfo mejor, pero llegó como llegó. Y, en todo caso,
ganó el mejor. El partido lo marcó una jugada en la que el árbitro se
lio por mala aplicación de la llamada ley de la ventaja, que no es una
ley, ni una regla, sino un principio: al señalar una falta nunca debe
favorecerse al infractor. El árbitro cambió gol de Giuly por expulsión
de Lehmann, en una falta que yo vi como penalti. El Arsenal se quedó con
diez, sí, pero sin gol en contra. Y además se encontró pronto en ventaja,
cuando a Eboué le dieron en un piscinazo una falta de la que salió gol
de Campbell.
Lo que siguió fue un largo asedio ante el que el Arsenal no dio medida
de equipo grande. Un asedio con un Barça que fue de menos a más, en la
medida en que Rijkaard, al que esta vez no podremos poner ninguna
medalla, rectificó sus errores. Porque el Barça empezó sin Iniesta ni
Belletti, y eso limaba sus uñas. Acabó con ellos, más Larsson, y con eso
mejoró. En todo caso cargó con el peso del partido, con Iniesta y sin
Iniesta, con Belletti y sin Belletti, con Larsson y sin Larsson. El
Arsenal no cargó con el peso de nada, sólo esperó que pasara el tiempo.
Y era mucho tiempo ante el Barcelona.
Así que no hubo color. El Barça se las ha visto con huesos más duros en
este campeonato, sobre todo el Chelsea y el Milán. Un brillante pase de
Ronaldinho (saliendo de una tarascada) a Etoo decidió el partido.
Aquello podía ser gol o expulsión de Lehmann, fue lo segundo, como pudo
ser lo primero. En todo caso, orientó el partido hacia su destino
inevitable: la victoria del mejor. El Arsenal lo fio todo al cerrojo y a
un improbable gol de un Henry demasiado aislado, demasiado sobrado,
demasiado estrella. Más telegénico que resolutivo. Poco ante todo un
Barça, el mejor equipo de Europa, sin cuestión. |